1998, tenía 17 años y recuerdo como si fuera ayer la primera manifestación en la que me reprimieron. Nos encerraron en el pasaje Olaya, en el centro, cerca de la Plaza de Armas. Logramos meternos hasta ahí y la policía nos lanzaba bombas lacrimógenas desde ambos extremos. Creí que me ahogaba. A partir de ese día siempre llevé vinagre a las movilizaciones. No podía ganarnos el miedo. No hacer nada era peor. Era de alguna manera ser cómplice de Fujimori y Montesinos.  

Al año siguiente entré a la universidad y no paré de asistir a protestas, de distinto tipo, hasta que Fujimori renunció por fax el 2000 y asumió la transición Valentín Paniagua. Habíamos ganado, o eso es lo que creímos. Sentimos que la ciudadanía movilizada había derrotado a la dictadura. Tocaba entonces recuperar la Democracia, el Estado de Derecho y poner las instituciones al servicio de la gente y no de la corrupción.

Pero la transición falló. Conservó los arreglos organizativos e institucionales que sostenían el régimen de Fujimori-Montesinos. Mantuvieron la Constitución, en parte por presión de gremios empresariales como Confiep que veían con terror que se cambiara el régimen económico que se había impuesto con el golpe del 92 y con un referéndum fraudulento. Junto con la Constitución se mantuvieron Decretos Ley que aún rigen mecanismos de inversión privada en sectores estratégicos como la minería. En síntesis, se mantuvieron los candados que impedían recuperar realmente el Estado, fortalecerlo para ponerlo al servicio de la sociedad, del bien común. No fuimos capaces de recuperar la dimensión pública de los bienes y servicios esenciales. Los derechos siguieron siendo mercancías.

Hoy, 20 años después de aquella movilización, la ciudadanía, las y los jóvenes, se vuelven a organizar para salir a las calles a pelear contra la corrupción que ha privatizado el Estado otra vez. Hemos sido testigos de la coima y la dádiva a los políticos de todas las tiendas y colores a cambio de obras para empresas brasileñas y peruanas. Hemos oído las conversaciones de los cuellos blancos traficando con la justicia. Es como si la esencia de Fujimori-Montesinos no se hubiera ido, simplemente adquiere vida en otros rostros. Y eso no da más, está en tal crisis que la corrupción salta por todas partes. La agonía del régimen que nació con el golpe es evidente, pero no termina de morir y no deja que algo nuevo nazca.

En este último periodo, en parte por la presión ciudadana y gracias a la cuestión de confianza presentada por el Ejecutivo, el Congreso aprobó algunas nuevas reglas de juego para la política. Toca que nuevos actores ocupen el espacio político y se planeen como alternativa real de cambio. Pero esta vez, a diferencia de 20 años atrás, necesitamos saber que esas reglas de juego y los pequeños parches constitucionales no son suficientes. Necesitamos una verdadera transición. Una que desmonte el régimen que agoniza, nacido de una constitución que agoniza y que no nos representa. Necesitamos un nuevo pacto entre las peruanas y peruanos, uno que ponga por delante el bien común, los servicios y bienes públicos, los derechos esenciales. En síntesis, necesitamos poner a la gente en el centro de las decisiones.


(Foto: Alberto Ñiquen)